¿Cuáles son las falacias económicas mas típicas que rondan las mentes de economistas y divulgadores locales?. Valentín Gutierrez, con la rigurosidad que lo caracteriza, una vez nos muestra el camino de la razón versus el camino de la falsa dialéctica impuesta en los medios y en las aulas.
Friedrich von Hayek y John Maynard Keynes fueron dos de los economistas más famosos e influyentes del siglo XX. Y si bien tenían cosmovisiones contrarias en lo que a economía respecta, existía entre ellos un gran respecto intelectual. Algo que sí tenían en común, sin embargo, es que ambos reconocían el poder que tienen las ideas para cambiar nuestras sociedades. Sostuvo Keynes en la última página de su Teoría General:
“Las ideas de los economistas y los filósofos políticos, tanto cuando son correctas como cuando están equivocadas, son más fuertes de lo que comúnmente se piensa. En realidad, el mundo está gobernado por poco más que esto. Los hombres prácticos, que se creen completamente libres de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún economista difunto”.
En mi opinión, si hay algún aporte de Keynes con el que vale quedarse, es este. Es que como explicó el británico, las ideas que creemos nuevas, así como la mayoría de ideas que recurrentemente escuchamos en materia política y económica, no lo son en realidad. Debemos remontarnos a la historia del pensamiento económico para desbaratar las falacias y sofismas que de tiempo en tiempo nos rodean, volviendo a veces con más fuerza, pero probadas mil veces equivocadas. Y es que curiosamente, el economista difunto más vigente en nuestra época es posiblemente el mismo John Maynard Keynes.
Si vamos al caso argentino, ya documentó años atrás el profesor Fernando Rocchi que “en el período 1880-1916, la economía argentina experimentó un crecimiento tal que la llevó desde una posición marginal a convertirse en una promesa destinada a ocupar en América del Sur el lugar que los Estados Unidos tenían en América del Norte”. Hoy, evidentemente, esa promesa -ese país que querían nuestros abuelos- nunca llegó a completarse. El por qué es el punto de este artículo: las ideas.
La Argentina es diferente al resto del mundo
La primera idea que tenemos que olvidar, si queremos recuperar la senda del crecimiento, es que la Argentina es distinta al resto del mundo. Que lo que funciona en otros países no podría hacerlo acá, o que la lógica de la economía, ya sea por los actores propios u otra razón, no funciona en Argentina. Precisamente fue este debate el que hizo famoso -aunque no muy querido en principio- al fundador de la Escuela Austríaca de Economía, Carl Menger, quien peleó en solitario contra la corriente intelectual de su época.
A diferencia de lo que creía el Historisismo alemán, del cual al parecer quedan rezagos a día de hoy, Menger explica que no deben construirse postulados ficticios ni agregados construidos arbitrariamente, como el nivel de precios, los capitalistas, los terratenientes y los trabajadores, para construir teorías en base a ellos, sino que, en vez de tomar esos fenómenos como punto de partida, intentar explicarlos como resultado de factores más fundamentales. Así, Menger sentó las bases para una teoría económica que permaneciera en contacto con el mundo real. A saber, que los fenómenos complejos de la economía política resultan de elementos simples, y que cosas como los bienes económicos, el valor, el intercambio, los precios, las tasas de interés y el dinero, tienen propiedades y leyes a las que están sujetas en todo momento y lugar. Esto es así porque la economía, como ciencia social, se basa en el comportamiento humano -la praxeología- y esta no es distinta en Europa, Asia o la Argentina.
El valor objetivo
Nuevamente vuelvo al padre austríaco, posiblemente uno de los hombres más importantes en la ciencia económica, pero desconocido en Argentina. Importante es entender que lo de Menger fue una doble revolución, un giro copernicano a toda la economía. No solo sentó la existencia de leyes económicas universales en su debate contra el Historisismo, sino que también fue parte de la revolución marginalista que dejó atrás a los clásicos.
Antes de él, de Jevons y de Walras, los economistas intentaban explicar el valor de las cosas por cualidades de los bienes mismos. Debía haber alguna propiedad dentro de los bienes que los haga valiosos, ya sean los costos de producción o el trabajo incorporado. Como si del Santo Grial se tratara, años de búsqueda llevo a los economistas encontrar la respuesta de por qué las cosas valen lo que valen. Lejos estaban entonces de la repuesta, debido justamente a que la utilidad no es algo objetivo, sino una propiedad que la mente humana asigna a las cosas que nos reportan una mejor vida. Después de todo, el secreto estaba en nosotros mismos.
Vale recordar la lección de Menger cuando escuchamos que deberían fijarse costos o controlar las cadenas de producción para reducir los precios. Esto no puede más que generar distorsiones o estrangulamientos a diferentes empresas y dar lugar a ineficiencias. También en lo que respecta al trabajo. Este, como mercancía, no tiene valor en razón de sí mismo, sino que tiene valor en medida que sea útil para otros, y lo que hace valioso al trabajo es el proceso de producción bajo el cual lo pone el empresario. Estos agentes son socios que se necesitan mutuamente, no contrapuestos como plantearon los marxistas. Cuando entendamos esto sin duda avanzaremos a un ambiente de concordia más favorable para todos.
Hay que fomentar la demanda
Otro mito bien difundido en nuestro país, para gusto de los políticos populistas, es el de la economía por el lado de la demanda. De Keynes y sus seguidores intelectuales se sigue que la demanda y el gasto deben ser cebados hasta el cansancio, puesto que es la demanda agregada el motor más importante de la economía. El daño que ha causado esta idea a nuestro país es enorme, justamente porque es la abstención de consumir, es decir el ahorro, el verdadero motivo por el que crecen los países. A su vez, se pasan por alto dos cosas. Primero, que la demanda no necesita ser estimulada, ya que las necesidades humanas son infinitas, y en segundo lugar, que para consumir, alguien debe producir primero.
Como acertara Jean Baptiste Say hace mucho tiempo, resulta que si yo quiero demandar algo en el mercado, previamente tengo que ofrecer algo en el mercado. Esto es así porque la contraparte de la transacción me va a demandar algo a mí a cambio de lo que yo estoy solicitando. De esta forma, la oferta es demanda y la demanda es oferta: en toda transacción en el mercado ambas partes son compradoras y vendedoras al mismo tiempo. Por ende, si alguien ofrece algo que nadie quiere no podrá venderlo, y en consecuencia no recibirá recursos para poder demandar lo que otros produzcan. Así, lo que no entiende la síntesis keynesiana, es que, si queremos que la gente demande más, antes debemos producir más. Nada es gratis y todo alguien lo tiene que pagar. A fin de cuentas, incluso las deudas deben saldarse en algún momento, y como nadie quiere papeles sino lo que puede comprar con ellos, la única forma de hacerlo es produciendo. Obviar esto nos lleva a la siguiente falacia.
La creación de dinero es buena
En el centro del debate entre Keynes y Hayek se encuentra algo conocido por todos: el dinero. Keynes creía que la expansión de la oferta monetaria pone recursos ociosos en actividad, logrando una disminución del desempleo y un aumento del ingreso real. Esta expansión, según él, no sería inflacionaria, porque la mayor creación de bienes la compensaría. Ambas partes de esta concepción, vigentes en cierta medida, fueron refutadas por ganadores del Nobel: Milton Friedman y el mismo F.A. Hayek.
La idea de que el dinero puede reducir el desempleo se ve palpable en un modelo llamado Curva de Phillips. De acuerdo a este, la inflación puede reducir el desempleo al incentivar el gasto, poniendo recursos a la obra. Es aceptado que esto puede ocurrir en el corto plazo. No obstante, como con muchas cosas de la vida, no es bueno el abuso. Entran aquí en juego las expectativas adaptativas, y es que, si algo hemos aprendido las personas alrededor del mundo, es a adaptarnos a las cosas que nos pasan. La ilusión monetaria podrá engañarnos una vez, sobre todo a aquellas sociedades que no están acostumbradas a esta, pero con el tiempo, la gente da cuenta de que el nuevo dinero no la ha hecho más rica; de que no se ha producido más como para justificar más gasto. De esta forma, en lugar de aumentar el consumo, lo que hace la expansión monetaria es que suban los precios, pero quedándonos en el mismo lugar que antes, con el mismo nivel de desempleo aunque en una condición peor.
La parte del ingreso real tampoco es cierta. Sí pueden aumentar rentas particulares en el corto plazo, pero a la larga la creación exógena de dinero planta el germen de los ciclos económicos, empobreciéndonos a todos. Con el nuevo dinero se distorsionan los precios, que son las señales que guían a los agentes. Sin ellos navegamos a ciegas, llevándonos esto a asignar recursos de manera ineficiente y dando lugar a una posterior liquidación de malas inversiones que nunca habrían tenido lugar sin la intervención monetaria. Incluso con el aumento artificial de la riqueza en breve, a la larga se planta la semilla para las crisis. Claro que esto no es sencillo de ver para la mayoría de nosotros, pero la economía muchas veces funciona como la física, y todo lo que sube, especialmente si es demasiado rápido, tiene que bajar. Se modeliza de la siguiente forma:
Inflación multicausal
Como ya habrán percatado, intervenir en cualquier mercado tiene consecuencias, sin ser el mercado de dinero una excepción. Es sencillo, el dinero no es neutral. Y su expansión desmedida es la causa de un mal por todos consabido: la inflación. Los primeros en advertir los peligros de aumentar la cantidad de dinero fueron posiblemente los economistas de la escuela de Salamanca. Notaron ellos siglos atrás que al llegar enormes cantidades de oro desde América a España, lo que crecía no era lo que ese oro podía comprar, sino los precios. Es en la oferta y demanda de dinero donde reside el corazón del problema inflacionario.
Pensémoslo así, en una economía de trueque, cuando un precio sube, indefectiblemente otro debe de bajar. No hay forma posible de que ocurra ese “aumento generalizado” al que ya tan acostumbrados estamos en el país del tango. Propiamente, lo que sube no son los precios, sino que cae el valor de nuestra moneda. Es el dinero el que crea precios nominales, de otra forma solo existen precios relativos, por lo que la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario.
Fueron en Argentina Raúl Prebisch y los desarrollistas quienes establecieron equivocadamente la idea de una inflación multicausal, así como otras tantas malas ideas: ¡La escasez de dólares!
Restricción Externa
De la boca de distintos miembros del Estado, así como en los medios de comunicación, reiteradas veces hemos oído que la escasez de dólares impide nuestro desarrollo. Y es cierto que faltan dólares. Pero la llamada restricción externa, que no ocurre en ningún otro país, no es más que consecuencia de nuestras propias políticas. Con todo lo que nuestra tierra y nuestra mente tienen para exportar, si algo debiera sobrar en nuestro país son las divisas.
Ahora bien, así como la deuda es hija del déficit, (y no del equilibrio presupuestario que defendemos los liberales) la escasez de dólares es hija de las políticas de nuestra propia autoridad monetaria y de la insistencia de nuestros dirigentes por esconder la realidad. Porque cuando uno fija precios por debajo de lo que establece el mercado libre, lo único que genera es escasez, especialmente si -como es el caso del dólar- la brecha generada es cercana al 100%.
Aproximadamente 50 años hemos vivido bajo distintos regímenes de controles de cambios desde 1930 hasta hoy. Para evitar el desangre de divisas que genera un dólar oficial subsidiado, lo que hacen nuestros políticos posteriormente es establecer cepos, impidiendo a los ciudadanos ahorrar en moneda fuerte, obligándolos a ir al mercado negro o a perder todo lo que tienen en la inflación. Cada vez, la brecha es más difícil de sostener, por lo que ante la falta de libertad no queda más opción que aumentar la intervención en todos los lugares donde sea posible, prohibiendo importar, poniendo impuestos a los gastos en el exterior, alterando las cadenas de insumos, adelantando ingresos futuros, endeudándose, etc. Todo para mantener un tipo de dólar ficticio que es completamente desalentador para todos los generadores de divisas, y completamente tentador para los pocos que pueden acceder a él. Así, los costos de todo tipo a los que nos ha llevado el control de cambios son incalculables.
Abrirse al mundo es perder cosas
Por último, quiero dedicar unas líneas al intercambio comercial. La cantidad de hombres de paja que se han construido en torno a este es enorme, muchas veces, o casi siempre, con el mero objetivo de defender intereses particulares. Con raíces en los economistas mercantilistas, se esgrime que son buenas las exportaciones, pero no las importaciones. Se dice, además, que la apertura genera desempleo, que la competencia internacional es injusta o que debe protegerse a las empresas que nacen en nuestra tierra.
Lo que no se quiere ver en esta materia, empero, es que se genera con la barrera comercial en caldo de cultivo para el capitalismo de amigos. Al bloquear la competencia, los empresarios locales acceden a conductas perniciosas, beneficiando el Estado a unos pocos a costa de todos los demás. Con el mercado protegido, se da lugar a aumentos de precios y bajas de la productividad no comunes es situaciones libres. Asimismo, mientras se favorece la ineficiencia, la riqueza potencial, que nunca llega a crearse por culpa del proteccionismo, es enorme. Sucede que, si los consumidores pudieran acceder a bienes y servicios más baratos provenientes del exterior, el mayor ingreso disponible se traduciría en más puestos de trabajo, más consumo, más ahorro y más inversión, a parte de la mejora en la calidad de vida por suministros de mejor calidad.
Las empresas también saldrían más favorecidas de la competencia, moviendo el mercado la estructura de la economía a aquellas actividades en donde somos mejores, y donde los salarios naturales son más altos porque nuestra productividad es mayor. Sobre las cosas que nuestros vecinos hacen mejor que nosotros no debemos preocuparnos, estaremos mejor intercambiando con ellos que perdiendo el tiempo intentando hacer todo por nosotros mismos. En el intercambio y la división del trabajo descansa, como la llamara Adam Smith, la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones.
Palabras finales
Llegamos al final de este texto con una concepción más clara de la literatura económica. Repasamos, -aunque podríamos seguir- las raíces de muchas de las ideas que se enconden en lo más profundo de nuestra mente, pero que se materializan repetidas veces en concepciones equivocadas sobre el mundo que nos rodea, y más grave aún, en política económica que afecta la vida de todos.
Invoqué en párrafos anteriores a muchos economistas difuntos, muchos de los que creo vale dejar descansar, pero también a otros cuya visión se ha mostrado más acertada con el devenir de la historia. Más allá de saber sus nombres, o los títulos de sus conceptos, si considero acuciante que como sociedad cambiemos nuestras referencias, nuestras más reservadas intuiciones, cuando escuchamos una propuesta o una alternativa. Como dijera Hayek en Camino de Servidumbre: “Si a la larga somos los hacedores de nuestro propio destino, a corto plazo somos cautivos de las ideas que hemos engendrado. Sólo si reconocemos a tiempo el peligro podemos tener la esperanza de conjugarlo”.
Finalmente, parece que en la Argentina estamos cambiando nuestras ideas, eligiendo otras para construir nuestro futuro. Tal vez así, con mejores autores en nuestra cabeza, podamos recuperar ese anhelo de progreso, ese futuro de país, -la promesa perdida- el país que querían nuestros abuelos.
Valentín Gutierrez