Palabras Prohibidas y Palabras Perdidas del Liberalismo – Parte I

En los últimos años, casi sin pausa, la resignificación de conceptos parece haber acorralado al discurso liberal. Sin darnos cuenta de las verdaderas intenciones, los liberales parecen haber cedido el lugar, casi sin dar batalla. Es hora de recuperarlos.

Todos los proyectos políticos desde su concepción, adoptan y adaptan los conceptos que le dan forma. En esencia, un proyecto político se integra por un grupo de personas, que aportan ciertos recursos y se organizan a partir de ciertas ideas. Éstas incluyen los objetivos, principios, valores y conceptos fundamentales. En sencillo: establecen una cosmovisión o paradigma político sobre el cual se estructurarán idealmente los programas de campaña y de gobierno.

La adopción y adaptación de estos conceptos a los intereses primarios de aquellos que dan forma al proyecto político es fundamental porque, a partir de ellos, se organizan el resto de los aspectos emergentes del mismo. Sin embargo, esta situación nos plantea una serie de tensiones fundamentales a las que un armado político se enfrenta. Nos referimos específicamente a cómo resolvemos la paradoja entre los principios fundacionales y las necesidades pragmáticas de la realidad política.

Un principio es por naturaleza un concepto o idea abstracta que constituye la base para posteriores razonamientos. Esta definición se corresponde con una visión epistemológica, donde éste es validado por la verificación empírica de una hipótesis. Sin embargo, en la práctica política es indispensable recordar que los principios adoptados por las distintas ideologías, no son necesariamente universales, eternos, ni infalibles, y a veces ni siquiera fueron puestos a prueba empíricamente.

Es importante, entonces, conocer las condiciones efectivas que dieron origen a esos principios, su entorno filosófico, histórico y social. Discutir en el “vacío” ideas que fueron producto de un momento o lugar determinado no tiene mucho sentido, salvo que se quiera caer, a la larga, en posturas doctrinarias.

Luego, para cada situación geográfica e histórica, se presenta la titánica tarea de darle contenido a esos principios, para que no sean solamente enunciados teóricos: La clave está en lograr el equilibrio entre la adaptación al momento y lugar, sin distorsionar los fundamentos de esos principios de tal forma que se vulnere su esencia.

Ejemplos de ambas situaciones abundan, y no entraremos en detalle, pero sí podemos afirmar que un proyecto político que sólo tome principios como slogans de campaña para usarlos según su necesidad, terminan en un utilitarismo vacío, efectista, engendrando gobiernos fantoches.

El segundo caso, es el tan afamado dogmatismo: no se pueden transgredir, interpelar o adaptar sus principios, que son considerados “sagrados”, generando proyectos monolíticos que derivan en una aglutinación de fanáticos, con programas divorciados de la realidad en que viven y expulsando de ellos a gran parte de la comunidad.

Siguiendo con el desarrollo de este trabajo, enumeramos respecto del liberalismo sus principios centrales de manera sintética, a saber:

  • El derecho a la vida
  • El derecho a la libertad
  • El derecho a la propiedad

Como fuera mencionado en párrafos anteriores, estos principios deben ser estudiados, resignificados y complementados por otros para que cobren sentido, y sirvan como respuesta para una sociedad determinada. De esta manera, queremos rescatar algunos conceptos que no son principios centrales del liberalismo clásico, pero que a menudo han formado parte de los programas liberales más exitosos de la historia y que luego han desaparecido de la práctica y el discurso liberal.

«La conquista del poder cultural, es previa a la del poder político». Antonio Gramsci.

Esa desaparición, el resultado exitoso de procesos de penetración subliminal, hábil y pacientemente desarrollados, como consecuencia del fracaso en la práctica de las ideas de izquierda en el mundo. En otros casos, constituyen una mera defección, producto de una generación de liberales que no supo re-elaborar un discurso, adaptarlo y finalmente propagarlo con un mínimo de efectividad.

De esa forma, prefirieron el camuflaje ideológico, dejando el terreno libre a la alteración de los conceptos, perdiendo la batalla cultural, y obrando en forma vergonzante respecto de las propias ideas.  En los medios de comunicación, en las aulas, en la mesa familiar y de amigos, la influencia de “preconceptos formados” tiene poca oportunidad de discusión cuando los mismos se han instalado con la fuerza de verdades reveladas por otros espacios, dejando fuera al liberalismo. 

Palabra perdida: “Revolución”

En primer lugar, quisiéramos mencionar la idea de revolución, cuyo tratamiento hoy queda circunscripta ideológicamente a espacios de izquierda, populistas o nacionalistas siendo un término casi extinto en el vocabulario liberal. Sin embargo, debemos recordar que la revolución forma parte de la esencia de los primeros programas liberales, conformándose como el mecanismo mediante el cual se han forjado las repúblicas modernas, y los sistemas democráticos más exitosos de la actualidad. No podemos dejar de mencionar el caso del proceso independentista americano, la Revolución Francesa o la estadounidense. Inclusive podemos mencionar que los procesos de reforma de las grandes potencias europeas posteriores a las Guerras Mundiales surgieron de grupos liberales.Durante el proceso de descolonización del siglo XX, se consolidaron los procesos revolucionarios resultantes de otras vertientes ideológicas, como el socialismo y el nacionalismo. De estas revoluciones surgieron regímenes de dudosa naturaleza democrática y viciados por los mismos problemas que decían solucionar.

Entonces, ¿Cuál es la diferencia entre las revoluciones liberales respecto a las de izquierda o las nacionalistas?

Difieren principalmente en que la vocación revolucionaria liberal se extingue en cuanto se cumplen los objetivos de perfeccionamiento de las instituciones, integrándose en la nueva estructura y obligándose a las nuevas reglas. Es verdad que esto no sucede inmediatamente, o de manera automática. Cada comunidad lo hizo paulatinamente y muchas veces con conflicto. Pero en el largo plazo, los nuevos ideales sustituyen a los antiguos, dando lugar a una forma comunitaria mejor que la precedente.

El resto de los procesos revolucionarios, concebidos bajo otros conceptos, suelen terminar en regímenes peores que los que combaten, configurándose solamente en una “mudanza de pieles” entre tiranías. Basta con observar empíricamente lo sucedido con los órdenes socialistas o nacionalistas, y las penurias que han traído a sus pueblos para ratificar la premisa anterior.

Por un lado, las revoluciones de izquierda combaten un enemigo eterno, invisible e inalcanzable que “fuerza” a la sociedad a vivir en estado de revolución permanente, mientras logran los “objetivos revolucionarios”: se busca el absurdo de la eliminación total de la propiedad privada, es decir, de la individualidad de la persona. Se sacrifica al individuo en pos de una visión colectivista que nunca se logra, pero que quienes la administran sacan buen provecho. Se hace el culto a la igualdad distorsionando su esencia, pervirtiendo su significado original.

Por otro lado, las revoluciones nacionalistas recurren a la generalización del miedo como herramienta, planteando al “otro” como encarnación de todo lo negativo y fundamento de ese terror primigenio, mientras que lo “propio” corresponde a todo lo bueno y que debe defenderse por encima de lo demás. En este caso, los efectos son más profundos e inmediatos, porque los regímenes nacionalistas no atacan directamente las instituciones fundamentales, pero hunden lentamente a la sociedad en una espiral de miedo, recelo y finalmente odio.

En ambos casos, la persona deja su individualidad de lado para pasar a ser un “engranaje”, una pieza de un mecanismo de mayor magnitud. Si observamos detenidamente, ambas ideologías difieren muchísimo en sus fundamentos filosóficos, dogmáticos y simbólicos, pero derivan sin excepción en sistemas que tratan de ampliar las competencias estatales o burocráticas de manera indefinida, y al mismo tiempo buscan limitar las libertades individuales en todas sus expresiones más fundamentales, sean la libertad de expresión, culto, trabajo, el derecho a la propiedad y si hace falta, a la vida.

Buscan reemplazar, con distintos argumentos, pero con los mismos fines, a los vínculos más cercanos del ser humano por una estructura material y simbólica de su conveniencia. De esta manera, garantizan el adoctrinamiento de las futuras generaciones.

Paradójicamente, estos “liberadores de los pueblos” y “grandes revolucionarios”, una vez en el poder, premian la disciplina y la obediencia ciega.  Hoy, en Latinoamérica, luego de los efectos de décadas de populismo y el llamado “socialismo del siglo XXI”, ser liberal, es sin duda ¡ser un verdadero Revolucionario!

Palabra perdida: “Progreso”

La idea de progreso es central dentro del liberalismo, es uno de los objetivos primordiales y uno de los motivadores principales para los cambios fomentados por las reformas liberales. Históricamente, estas reformas buscaban el reemplazo de instituciones conservadoras que garantizaban el statu quo social, por otros que permitieran el desarrollo individual, y a través de él, el progreso material y humano de una sociedad.

La educación masiva, una pieza fundamental del proyecto progresista de los padres fundadores de la Nación Argentina.

Por esto, no es posible entender cabalmente al liberalismo si no incluimos en su entramado la idea de progreso. Sin embargo, a pesar de todo, durante el último siglo hemos presenciado en nuestro país la resignificación de este término en una especie de quimera devenida en estandarte para justificar el atropello a las libertades individuales bajo la forma de “progresismo”. En definitiva, asistimos a la deformación de un término y su significado para disfrazar el avance de políticos colectivistas, que han escondido en terminología moderna, el populismo clásico. Para ser concretos, en Argentina se ha reemplazado a la educación por adoctrinamiento y la cultura del trabajo por la cultura del asistencialismo.

En cuanto a la idea de “progreso material”, como tal, es notable que en el mundo de hoy, con el claro contraste que existe entre la distinta realidad de los diferentes Estados, no se comprenda claramente cuales son las fuentes de ese progreso.

La Habana y Seul. Dos ciudades. Dos visiones. Dos progresos.

Quizás el mayor error conceptual acerca del proceso de crecimiento de bienestar (o disminución de la pobreza, o progreso material), es suponer que esto se debe al mero avance tecnológico.  Aun así, deberíamos poder explicar el porqué del avance tecnológico.  Como es que la humanidad tuvo limitados avances tecnológicos durante los 1000 años de la Edad Media, mejorando durante los siguientes 300 años de la Edad Moderna, y luego en forma vertiginosa a partir de la primera, pero en especial desde la segunda Revolución Industrial. ¿Se trató de un factor “acumulativo” que explotó en forma exponencial cuando llegó a un determinado punto? Si fuera así, ¿cuál fue el detonante?

La realidad es que esta visión está mirando el “efecto”.  Por eso no puede explicar el proceso.  Está mirando el fenómeno al revés.  La relación causa-efecto son las nuevas ideas implementadas a partir de la era del Constitucionalismo y su secuela de libertad, a la vez combinada con la entronización de la ciencia por sobre los dogmas (justamente porque existió libertad para pensar diferente). Este proceso es el que originó el avance de la ciencia en todos los campos, desde fines del siglo XVIII.  Este avance científico combinado con nuevas ideas políticas sobre la economía, dieron paso a la revolución industrial, a los avances en la salubridad y la expectativa de vida, a la educación masiva (impulsada especialmente por los Estados liberales), y a la formación ciudadana.

Todos juntos y combinados finalmente en una rueda que pudo girar LIBREMENTE por primera vez en la historia humana: el círculo virtuoso entre interés económico empresario, el surgimiento de nuevas instituciones públicas y la satisfacción de necesidades humanas, fueron los que dieron a la luz un proceso de progreso sostenido por primera vez.

El avance tecnológico no es un impulsor, es consecuencia y refuerzo del sistema.   He aquí el motor del progreso. Algo que las ideas de izquierda no pueden explicar, pero si “apropiar”.  Como vemos, el progreso social, político y material, es consecuencia de las ideas de la libertad y de los procesos de desarrollo y formación individual y social.

Es nuestra conquista más visible.  Es un concepto irrenunciable en el vocabulario de un liberal.

 

En el próximo Artículo, Palabras Prohibidas y Palabras Perdidas del Liberalismo – Parte II ,  continuaremos analizando otras palabras emblemáticas y arribaremos a una conclusión general.

Por Jose Luis Arata,  con la colaboración de Guillermo F. Rucci

 

 

El autor es Licenciado en Relaciones Públicas, Egresado del Doctorado en Relaciones Internacionales. Docente universitario de las materias Metodología de la Investigación en Comunicación, Planificación de Relaciones Públicas, Política Contemporánea. Experto en gestión de establecimientos educativos de educación superior