Seguramente, alguna vez se han tomado la cabeza exclamando ¡¿Cómo puede ser que esta gente esté a cargo y tome decisiones?! Pues bien, quizás, un término poco conocido nos pueda hacer meditar sobre una posible respuesta.
Es un neologismo que proviene del griego kákistos, superlativo de kakos (malo, vil, incapaz, innoble), “pésimo, el peor de todos”, y krátos, “fuerza o poder”. En el Diccionario de sociología de Frederick M. Lumley, en su primera edición del año 1944, se incorpora la definición del término “kakistocracia”, que dice: “Gobierno de los peores; estado de degeneración de las relaciones humanas en que la organización gubernativa está controlada y dirigida por gobernantes que ofrecen toda la gama, desde ignorantes y matones electoreros hasta bandas y camarillas sagaces, pero sin escrúpulos” (si esta definición no le cabe a algún gobierno de la región, estimado lector, usted no es de estas latitudes).
El filósofo argentino Jorge L. García Venturini, en un artículo publicado en 1974, definió a la “kakistocracia” como el gobierno de los peores, de los gobernantes, legisladores y jueces más incapaces y corruptos, así como también el de los dirigentes con las peores ideas y políticas económicas, con turbios antecedentes, con frágil moral y ausente capacidad. La “kakistocracia”, agregaba, es un sistema que busca perpetuarse a sí mismo, con tendencia a nivelar hacia abajo, apartando a los mejores y aplaudiendo a los peores. Sustituye la calidad por la cantidad siguiendo la línea del menor esfuerzo. Posteriormente, Michelangelo Bovero, profesor de la cátedra de filosofía política de la Universidad de Turín, en su libro del 2001 Una gramática de la Democracia, amplió la definición de “kakistocracia” a la combinación de la tiranía, la oligarquía y la demagogia, dando el peor de los gobiernos, plutocrático-demagógico-autoritario. Aclaraba que su basamento principal era la idiotización mediática de grandes masas electorales (y dígame si, a esta altura, no se le dibujó algunos de nuestros célebres gobernantes).
«Es importante comprender que, aun cuando se trate de un gobierno Demagógico, para ser Kakistocrático, este debe además estar formado por los peores».
Este fenómeno puede ser observado en varias partes del mundo a lo largo de la historia, en representantes autoritarios poco aptos para la función pública que seducen a mayorías votantes acríticas e incondicionales. En general, manifiestan algunas de las siguientes características: deshonestidad, improvisación, voluntarismo, que prometen sin cumplir, que no quieren perder privilegios ni pagar costos electorales, que se ocupan de sus intereses particulares, que alientan las regulaciones, los monopolios y la burocracia porque son una fuente de ingresos potenciados por la corrupción y la impunidad, que se ausentan frente a las responsabilidades y que trabajan con desgano, que no intervienen ni proponen.
¡Pero atención! ¡No confundir! No hablamos de demagogia (ya identificada por Aristóteles como la forma “impura” de la democracia). Es importante comprender que, aun cuando se trate de un gobierno Demagógico, para ser Kakistocrático, este debe además estar formado por los peores. La peor parte de la sociedad. Aquellos menos capacitados para gobernar en todo sentido. Ese sustrato es el elemento principal. Es como ingresar a un curso, preguntar “¿quién es el peor alumno?”, y, al que levanta la mano, sin más, ponerlo de profesor.
Si consideramos que el nivel de representantes es un emergente de nuestro voto, sin duda, la falla es nuestra. Tal vez no le damos toda la importancia necesaria por no tener el nivel de educación adecuado, por ser ingenuos y confiados, por no querer escuchar la verdad, porque votamos por la imagen, la simpatía, al que tiene dinero, amigos en el poder, al que posee un “apellido”, al manipulable o al más flexible. También hemos vendido el voto al que nos regala cosas o puestos. Sin embargo, sospecho que la razón principal es que tenemos pereza o desinterés de investigar y conocer los valores del candidato.
A veces, cuesta creer que nuestros gobernantes sean quienes son. Nuestra clase política, esa casta de indisimulable ignorancia e inmoralidad flagrante, no parece habitar en nuestros espacios habituales de vida. Medítelo un instante, estimado lector. Yo no conozco gente de semejante calaña en mi trabajo, en mi club, entre toda la órbita de mis conocidos. Y usted seguramente tampoco. A veces, pienso “habiendo tanta gente capaz en mi país, ¿cómo puede ser que ni una de esas personas esté en la política? ¿Qué extraño designio los expulsa, o no es capaz de atraer ni a uno solo de ellos a la función de gobierno?” Simplemente, hemos cambiado nuestra forma de gobierno, sin siquiera darnos cuenta: hemos instaurado una “Kakistocracia”.